jueves, 25 de febrero de 2010

El Zen es una vía del corazón. Éric Rommeluère

Un nuevo texto de Éric Rommeluere. Se trata de una charla dada en 2004, en la que nos habla del amor y de la compasión en el Zen. Con frecuencia nuestra comprensión esquematica del zen, en tanto que occidentales, nos lleva a caer en dos extremos erroneos. O bien pensamos en esta práctica como una práctica ascética, asociandola de inmediato a la sequedad y el autocastigo, que con frecuencia solemos asociar, por nuestra herencia cristiana, a este término. O bien caemos en el extremo opuesto, pensando que la actitud correcta de un practicante es una especie de conducta edulcorada y permanentemente sonriente.

Estos dos errores provienen del olvido de que la práctica del zen es básicamente una práctica de trasformación interior, de transparencia interior, antes que una serie de manifestaciones exteriores y formales y, a pesar de que sea con el cuerpo como realizamos y como manifestamos nuestra práctica, sin esta actitud interior nada se trasformará en nosotros, pues tan solo encontraremos una nueva escusa para reforzar y disculpar nuestro ego. 

Es desde la intimidad, el amor y la calidez hacia nosotros mismos, pues no se trata de otra cosa cuando practicamos zazen, desde donde podemos ir desplegando poco a poco ese mismo amor y esa misma calidez hacia todos los seres, que finalmente no son sino parte íntima de nosotros mismos.


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El Zen es una vía del Corazón

Éric Rommeluère


He leído recientemente un artículo consagrado a las vías espirituales. El autor las clasifica según dos categorías, por una parte las que califica como ascéticas, por otra las vías del corazón. Las primeras, abruptas y exigentes, están reservadas a algunos solitarios audaces. Las segundas, más accesibles, se alejan de estos escarpados caminos, para tomar los caminos del amor o de la devoción – cita a algunos místicos occidentales, así como el bhakti yoga, la vía india de la devoción. Las primeras están fundada sobre el esfuerzo, las segundas sobre el abandono.

El autor sitúa al Zen en la primera categoría de vías ascéticas. Incluso da un ejemplo, precisando que el Zen ignora el amor (¡sic!). Esta presentación de un Zen seco e insensible es desgraciadamente recurrente. Este texto evidentemente me ha interpelado, en tanto que el Zen me parece, en su experiencia más intima, como una vía del corazón. De entrada este antagonismo de la ascesis y el amor es discutible. Una primera mirada sobre las grandes tradiciones espirituales puede, ciertamente, separar tendencias. Algunos rasgos son más prominentes que otros. Unas tradiciones efectivamente privilegian el amor, otras el abandono. Pero toda vía espiritual implica un aprendizaje, un esfuerzo, un desgarramiento a veces  de si mismo. El amor está muy lejos de ser dado de forma natural a los místicos y numerosos entre ellos han dado testimonio de sus dificultades en una vía que les ha parecido a menudo árida. Existe una ascetismo del amor. De otro lado, una vía espiritual sería estéril si no llevara en si misma el amor. ¿Incluso merecería el nombre de vía?

Tratándose del Zen, sin embargo, todos los testimonios parecen concordar: los monjes se someten a ejercicios intensos, incluso a veces, como en el Zen Rinzai, gritan o se golpean unos a otros. ¿En donde veríamos ahí la bondad?

El camino del Zen es conducido por una exigencia real. Todos los grandes monjes dejan la imagen de hombres animados por un un impulso interior. Este les lleva a exponerse totalmente, a vivir sin límites su práctica. Esto es verdad. En un momento de su vida, creo que tenía alrededor de 35 años, el maestro Kôdô Sawaki (1880-1965) se retiró para hacer un retiro de meditación de mil días. En uno de sus libros informa que quería hacerlo tan solo para él mismo, sin preocuparse de que alguno viniese a interrogarlo, admirarlo o criticarlo. Este trasformó su vida. No se, en cualquier caso, si habría que imitarlo. Meditaba, todos los días, de la dos horas de la mañana hasta las diez horas de la noche, sin pararse sino por una escasa comida que le llevaba una vieja señora de la vecindad. Durante mil días. Parece imposible. El calificativo de ascesis parece casi de golpe demasiado suave cuando se intenta imaginar la meditación continua de un hombre sentado derecho, cruzadas las piernas, durante mil días. Y sin embargo no era más que la voluntad de un hombre de confrontarse con él mismo. La intensidad puesta al desnudo. No para mortificarse, sino para vivir el impulso interior totalmente.

Por supuesto esta exigencia se expresará de una u otra manera según las personalidades. Sin embargo la exigencia no es nada si no está acoplada con la dulzura. Una formidable ternura emana de todos los auténticos maestro zen. Creo que esta asociación de la exigencia y de la ternura es una de las características esenciales del Zen. En el Zen Sôtô no se grita, no se golpea. Sin embargo, en las expresiones de estos monjes japoneses, la bondad no es siempre inmediatamente visible, por lo menos para nosotros, occidentales. Para atrapar esta bondad en todo su espesor una intimidad real parece necesaria. Y es ahí donde puede ser que residan las incomprensiones sobre el Zen. Somos occidentales y esperamos, sin verdaderamente ser conscientes de ello, a que el esfuerzo de un lado, la bondad del otro, se manifiesten de esta o de aquella forma. Pero estas expresiones también adquieren su forma por la cultura. Las respuestas que nosotros esperamos no son necesariamente aquellas que puede suscitar un marco japonés. Este es un punto sobre el que debemos volver y reflexionar. Y estas diferencias culturales nos imponen finálmente salir de los modelos japoneses, que corren el riesgo de crear confusiones de sentido si se las imita tal cual. Deberíamos solamente crear a partir de la exigencia y de la dulzura.

Esta dimensión de la bondad interior debe ser subrayada en tanto que hoy en día el Zen permanece tan mal comprendido. Dôgen (1200-1253), el fundador de la escuela Sôtô, tenía algunos discípulos jóvenes. Tettsû Gikai era el más brillante entre ellos. Gikai tenía veinte años menos que Dôgen. Se había unido a la comunidad de Dôgen en Kyôto, junto con su propio maestro, cuando no tenía sino uno veinte años. Poco antes de morir Dôgen, que estaba ya enfermo, se sinceró con Gikai. Le habría gustado darle su trasmisión pues comprendía profundamente el Zen. Y sin embargo, le dijo, no podía. Gikai estaba desprovisto, por retomar la expresión tradicional, de esta “bondad de buena abuela” (en japonés se dice rôbashin), esa dulzura que es la marca del Zen. Finalmente Gikai recibió la trasmisión de Ejô, el principal discípulo de Dôgen, algunos años después.

En el templo de Tôkei'in, el templo raíz de nuestro linaje, el principal objeto de veneración del templo, es el que llaman gohonzon, es una estatua de madera de Kannon con mil manos y mil ojos. Ha sido ofrecida por uno de los fieles del templo poco después de su fundación, en el siglo XV. Desde hace más de quinientos años hasta ahora, esta imagen da testimonio para todos del corazón. Kannon es el bodhisattva de la compasión. Su nombre quiere decir “Aquel que considera los sonidos [del mundo]”. No se contenta con ver el desamparo, sabe responder también, tiene mil ojos y mil manos. Para ver y actuar a la vez. Esta imagen extraordinaria de Kannon con mil manos y mil ojos es muy frecuente en Japón. También se veneran las treinta y tres formas de Kannon. Se le concede a Kannon el poder de manifestarse bajo treinta y tres formas diferentes, para venir en ayuda de los seres vivientes según sus propias sensibilidades. Puede manifestarse bajo la forma de un monje, de un dios, incluso de una niña o un dragón. Así es el poder del corazón que sabe encontrar cada vez la actitud apropiada.

2 comentarios :

  1. Me encató tu post. Todo el mundo Zen es algo que siempre me ha gustado, no por los mitos o estereotipos al respecto, sino por lo que tú explicas.

    Seguiré visitando tu blog!

    Un saludo desde Valladolid.

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