viernes, 4 de marzo de 2011

El zen y el 68. Mauricio Yushin Marassi


El actual imaginario occidental, respecto al Zen, esta en buena parte formado todavía por la imagen creada por el el prof. D.T. Suzuki. Este autor pone fin, aparentemente, a la época de las suposiciones. Su obra se considera que no “habla del” Zen, sino más bien que es el Zen mismo. Por parte occidental esto sucede sobre todo por un motivo, me refiero al que Umberto Eco (Cfr. U. Eco, “El zen y Occidente” en Opera Aperta, Bompiani) ha definido como la “vocación de Occidente”, es decir la exigencia, en nuestra cultura, de representar el mundo en un orden legible para el intelecto, una especie de obligación de explicar, con el fin de que todo sea comprendido. El conjunto de la obra del prof. Suzuki, por su propio aspecto y naturaleza, “dice todo” del Zen y por lo tanto puede dar lugar a la ilusión de definirlo. En esta involuntaria trampa parece haber caído, al menos en la época de la obra citada, el mismo Eco que, en efecto, también llama Zen a situaciones muy alejadas de él porque, habiendo visto y entendido el Zen, puede hablar de él como de una entidad, describir las características y por lo tanto identificar analogías con situaciones, momentos, "...epifanías-contacto...".

Hay que dar crédito, sin embargo, al profesor Eco, no solo por haber comprendido aquello que es comprensible en relación al budismo Zen sino, sobretodo, por haber visto muy oportunamente (el ensayo sobre el Zen inserto en Opera Aperta es de 1959) la mistificación auto-referencial del grupo de la generación beat, Jack Kerouak, Timothy Leary, Ginzberg, Borroughs, Ferlinghetti: Los beatniks utilizan el Zen como denotación de su propio individualismo anárquico ...

Sin embargo, también en este autor, probablemente contra sus mismas intenciones, del enfoque describiendo un objeto determinado, en cierta medida fijo y que necesariamente es una representación arbitraria, deriva el haber creído, por ejemplo, que el satori, la iluminación, es "... ver el mundo... tomado directamente" o bien que los mondô, los diálogos transmitidos por la tradición, sean “interrogaciones de respuestas absolutamente casuales...”

Eco, tal vez, no podía ir más lejos, pues sus principales fuentes, ampliamente citadas por él, A. Wats y particularmente D.T. Suzuki, no ofrecían más. En esta obra, mientras que hay formidables instrumentos de atracción e introducción a la enseñanza de la escuela zen, no está el Zen de la tradición clásica, el de Eihei Dōghen, Lin-chi, Bodhidharma, Nagarjuna y Mahakasyapa, en todos los casos irreducibles a cualquier libro. He aquí que aspectos de religiosidad importantes para cualquier hombre, pero, sin embargo, marginales en la absoluta peculiaridad del Zen, como el conocimiento del milagro de la vida, o estereotipos comportamentales como “...el sereno y afectuoso comportamiento del verdadero iluminado...” se convierten el el Zen mismo o en su imagen.

Considerando la actitud con que han sido leídos los libros del doctor D.T. Suzuki y viendo la facilidad con la que están llenos de afirmaciones y definiciones los millares de sitios de Internet dedicados al Zen, pienso que persiste entre nosotros occidentales el ansia de hacer entrar al Budismo, e incluso al Zen que es la propuesta más ilimitada de este, en algo que esté ya contenido en nuestro legado cultural o que sea comprensible con los instrumentos proporcionados por este: la razón, las categorías filosóficas, la teología, el psicoanálisis, la ciencia. Más recientemente los mismos mecanismos han intentado proponerse, después de un maquillaje exótico más o menos refinado, a través del conocimiento de una lengua, de una cultura, de una técnica, presentadas, con un fuerte componente sacro, como contenidos expresivos del Infinito.

Al mismo tiempo, una gran parte de la iglesia de la cristiandad católica que se quisiera encarnación viviente de la religión que propone el paso por el ojo de la aguja de la completa acogida del tú, del hermano, del otro, hasta hacerse completamente y serenamente invadir por este otro; con este mundo hermano que es el Budismo, sigue procediendo con una altanería para nada fraterna, más parecida a la molestia de quien se ocupa, por necesidad histórica, de algo que de buena gana habría ignorado con suficiencia. Esto es aun más doloroso para quién, nacido y educado en Occidente, reconoce la propia identidad y su matriz en la respiración, en la cultura de esta parte del mundo, incluso habiendo tratado de calmar en otro lugar la sed de la su propia alma. Como si ese buscar en otro lugar hubiera sido una traición, a sancionar con la acusación de apostasía, acompañada por el rechazo de la nueva espiritualidad madurada.

En un libro de religiosidad que ha tenido mucho éxito editorial en los últimos años se puede leer: «La iluminación experimentada por Buda se reduce a la convicción de que el mundo es detestable […] El budismo es en gran medida un sistema ateo […] el llamado nirvana, es decir un estado de perfecta indiferencia respecto al mundo […] Salvarse quiere decir ante todo liberarse del mal, volviéndose indiferente hacia el mundo que es fuente del mal. En eso culmina el proceso espiritual» (Cfr. Juan Pablo II, Varcare la soglia della speranza, Mondadori 1994, 95 s.)

En los años sesenta/setenta del siglo pasado, después de una llamarada ideal tan intensa como "el sueño", para quienquiera que tuviese uno, parecía al alcance de la mano (y esta fue, entre muchas, la época más bella). Después, de repente, la antigua fatiga del vivir cotidiano emergió ineludible y se abatió una tempestad de arena sobre los eslóganes y sobre el ya agotado deseo de soñar con la felicidad a la vuelta de la esquina. Fue una ardiente desilusión colectiva. Una implosión de cuya sucesiva fuerza de expansión partieron varios tipos de esquirlas. El desvanecerse de un mundo de sueños engendró otros, y esta vez no faltaron las pesadillas.

El fracaso de la utopía trasladó rápidamente la frustración de lo social a lo privado. El mundo de las relaciones, no proporcionando respuestas fundamentales, decepcionando cruelmente expectativas que parecían más reales y legítimas por el hecho de estar compartidas por millones de corazones, ya no contenía ni proporcionaba más “sentido”. El sentido tuvo que ser buscado fuera de las relaciones, dentro del hombre. Pero no en el aquí y ahora de los días cotidianos sino en otro lugar que los transfigurase, que ajusticiara la banalidad y mezquindad de la vida, sumergiéndola en un baño de misterio y de sacralidad. La nueva ilusión fue que era posible salir de casa.

Todo eso era realizable con una sola condición: que la meta del viaje, del peregrinaje, fuese Oriente. Gracias al largo trabajo que, desde inicios de siglo, por mil arroyos (Spengler, Hesse, etc.) favoreció la convicción de que el Buscador debía dejar el ya marchito Occidente si quería encontrar su Grial, el fracaso del sueño de una generación, se convirtió para algunos en la confirmación de que el error, como un nuevo pecado original, había estado perpetrado irremediablemente por las generaciones que le habían precedido, y que solo se le podía poner remedio en aquella tierra fabulosa donde el conocimiento brotaba abundantemente y se podía coger fácilmente, desbordando casi en cualquier sitio.

Los precursores ya habían vuelto esparciendo maravillas, Kerouak estaba cubierto con el manto del satori, de la iluminación, de la transgresión y el exceso. Irse se convirtió en una urgencia. Irse era la respuesta. Algunos no han vuelto nunca. Para no perder la ilusión han buscado fijarla para siempre con sustancias embriagadoras a las que todos, casi todos, miraban con tolerancia, si no con simpatía. Y ese siempre, ese fijar, se ha convertido en el siempre y la fijeza de la muerte.

Para quién viajaba por medios terrestres era directamente perceptible e inminente la inmensa vastedad y complejidad de los territorios y las culturas que comienzan en la puerta del Bósforo. Esa enormidad, que un avión anula aparentemente en unas pocas horas, asusta a quién se sumerge decidido a buscar y encontrar.

No asombra entonces que, con el pasar del tiempo, muchos hayan perdido la orientación permaneciendo prisioneros de aquel Oriente en el que buscaron la libertad suprema. Capturados por su liberación privada. Como si toda la riqueza de aquellas culturas, en un relámpago deslumbrante, hubiera hecho olvidar lo que cualquier novicio sabe reconocer con sencillez: cualquier forma cultural puede ser válida para expresar la enseñanza del Buda Shakyamuni, pero no es en si misma esa enseñanza.

Cada forma particular de iluminación (dejo el término "iluminación" porque así está en el texto por mí escrito hace unos diez años, ahora en las mismas circunstancias uso "despertar." MYM) es una forma particular de ilusión. Ciertamente, el mundo de la iluminación y el de la ilusión no son dos, por lo tanto, en realidad, cada iluminación en su existir vive de la naturaleza misma de la ilusión. Pero sería autolesivo pensar, por ello, que iluminación e ilusión sean la misma cosa o, incluso, que la iluminación no exista puesto que no hay una fórmula que la represente.

Hay que reconocer con humildad y realismo que, mientras que en aquellos países donde el Zen ha vivido durante siglos algunas formas tienen un sentido profundo, este "sentido" no es exportable contenido en esas formas. El vestir túnicas o ropajes al estilo chino, tibetano, coreano o japonés, afeitarse el pelo, practicar complicados ceremoniales o la lectura de textos en lenguas muertas no nos acercan (ni nos distancian) un paso de la verdadera enseñanza. Sucede justo así cuando creemos que en esta o aquella forma particular está contenido el Budismo, el Zen, precisamente entonces formamos la obstrucción que nos impide ver esa enseñanza. Cuando el partir se concretó en los primeros itinerarios, proyectos, despedidas, cartas desde sitios hasta a ese momento considerado inalcanzables, retornos imprevistos de ojos que parecía que hubieran visto lo invisible, se produjo una especie de efecto avalancha que enmarañó las motivaciones más dispares. En aquel viaje, para muchos auténtico arquetipo del viaje iniciático, un gran número de peregrinos se volcó en el misterio del Oriente.

Algunos tropezaron con maestros que los aseguraron sobre el hecho de que el Budismo era justo lo que ellos imaginaban, querían que fuese. Así, muy contentos de evitar el peligro de tenerse que desnudar completamente de su amada visión particular, se contentaron mitificándoles para hacerles parecer, a si mismos y a los otros, lo más grande posible. Otros no se rindieron ante la realidad, no aceptaron reconocer que la Vía que conduce a la superación del sufrimiento, a la redención, a la libertad absoluta, pasa precisamente por el sufrimiento, sin rechazar de este ni siquiera una brizna, y descubrieron el Budismo en esta o en aquella práctica, en esta o aquella forma, con la que, haciéndose expertos, se hacían maestros. Repitiendo (en este caso también con una posible merma de la buena fe) en forma exótica, la tentativa de encerrar el Zen en la jaulita de nuestro zoológico mental, para poderlo exhibirlo, enseñarlo, con la seguridad de no equivocarse. Ignorando, u olvidando, que justo cuando se cierra por fin cuidadosamente la puerta, creyendo poseerlo, sólo hemos puesto bajo llave la piel reseca y polvorienta de la serpiente. Qué se ríe en otro lugar. A lo mejor precisamente en aquella piel.

El sueño de esperanza que, como un muelle, había proyectado tantas "almas bellas" a la India y al Nepal, al extremo Oriente después, no preveía que hiciera falta trabajar o sufrir todavía mucho para conseguir aquello que, se creía, era suficiente desear para conseguir.

Para quien pensaba haber huido de la cruz de Cristo y de aquella aun más pesada cargada sobre los hombros, ya en la infancia, del penitencialismo eclesial, una nueva Vía significaba sobre todo una vía moderna, es decir fácil. Nació una camino hacia Oriente recorrido por elegidos que se alentaron unos a otros porque, no habiendo nada que aprender, ya lo sabíamos todo. Los orientales no fueron menos. Pocos religiosos se resistieron a la lisonja de aquel verdadero río de discípulos que se dirigieron a ellos con una admiración llena de expectativas y que provenían precisamente de aquel mundo que hasta ese momento los había humillado, conquistado, golpeado con la fuerza de la economía y de los ejércitos, imponiéndoles después su cultura y su religión. Eran los hijos de los vencedores que aceptaban ponerse bajo la guía de los vencidos. En muchos casos el dinero, el milagro de la fama y un poder mundano efectivo, agigantado por los medios, hizo el resto.

En Japón, durante mucho tiempo, la apariencia arrogante, o astuta, o incomprensible, o irreverente del maestro del templo, incluso su potencia sexual, fueron la medida para valorar, entre nosotros occidentales, su grado de iluminación: «Hace muchos años, personas provenientes de todo el mundo se reencontraron en Kyoto para practicar el budismo. Algunos se dirigieron al templo de la Paz o de la Tranquilidad, desplazándose luego al templo de la Gran Virtud, visitando después el templo del Sutil Conocimiento. Las conversaciones entre nosotros eran: “He estado conversando con el abad del templo de la Completa Nada. ¡Come carne y regaña a los monjes, no puede ser un iluminado! - Te entiendo, también el del templo del Gran Bostezo no es gran cosa. Ha empezado enseguida a hacerme preguntas sin sentido, como: ¿Porqué quieres hacer zazen? ¿Porqué has dejado a Cristo? Ciertamente no es un verdadero Buda. En cambio, el maestro del templo de la Santa Rarefacción, debe de ser verdaderamente un iluminado. Aunque no sabe inglés ha entendido todo lo que le he dicho y me ha ofrecido macha excepcional (te en polvo, usado en la ceremonia del te). Llamábamos a este modo de hacer "saltar entre los templos” ...» ( Daitsu Tom Wright. Comunicación inédita del autor)

La época de la que habla el profesor Wright es la de finales de los sesenta, comienzos de los setenta. Desde entonces ha pasado mucho tiempo, pero parece que el budismo occidental sea la zona de este mundo que más necesita el budismo para salir de un malentendido, ahora ya memorable. Tan arraigado que ya no se le reconoce, como quién en sueños teme mirarse al espejo porque esto lo haría desaparecer. Y sin embargo precisamente en este desaparecer, que no es extinguirse, en este ser sin parecer y sin un orden fijo, está la auténtica propuesta de libertad llamada Zen.

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