jueves, 22 de abril de 2010

Liberarse de la ignorancia con la ignorancia. Roberto Poveda




Es conocido que la característica distintiva del hombre, en relación al resto de los animales, es su capacidad de pensar, su habilidad para el raciocinio. Gracias a ella ha conseguido un éxito evolutivo y una capacidad de adaptación al medio sin parangón con ninguna de las otras especies que habitan este planeta. Gracias también a ella su capacidad de destrucción del medio, así como la de si mismo, es inmensamente mayor que la de cualquiera de las otras especies. Por otra parte, en este momento histórico, en el que la ciencia, las comunicaciones y la economía han dado un salto durante los dos últimos siglos exponencialmente acelerado, hasta desembocar en esta época que denominamos capitalismo globalizado, esta capacidad lo ha situado en una encrucijada de cuya solución puede depender su futuro.

Esta capacidad de raciocinio está vehiculizada por el lenguaje, tratándose en definitiva de su capacidad de simbolización. A través de lo simbólico (las palabras, los gestos, los sentimientos) el hombre es capaz de elaborar, a partir de su experiencia inmediata, una nueva experiencia del mundo, una experiencia interior que llamamos subjetividad. En esta experiencia subjetiva del mundo el hombre reelabora interiormente la realidad y desde esta reelaboración de la realidad, es capaz de trasformar parcialmente el mundo, de acuerdo a sus necesidades y deseos. Pero al mismo tiempo, desde que adquirió esta capacidad, el ser humano siempre ha soñado con que esta reelaboración simbólica, realizada a partir de su realidad inmediata, podría llegar a ser total; situándole de alguna forma más allá del mundo, e independizándole al mismo tiempo de su realidad inmediata, tanto exterior como interiormente, hasta lograr un control total de la misma en el que por fin ya nada pudiese oponerse a sus deseos.

Esta habilidad del hombre, de cuyos frutos  acumulados por las civilizaciones y la cultura a lo largo de milenios podemos disfrutar hoy (los saberes científicos, el desarrollo de la técnica, el acceso a la cultura, la posibilidad de participar políticamente en el desarrollo de nuestras comunidades, la incorporación de la mujer a la actividad pública, la igualdad de derechos, universalizados o en vías de universalización en gran numero de países, etc.) es algo innegablemente maravilloso y liberador, y tenemos que esforzarnos en conservarlo y en cuidarlo. Todos estos saberes que actualmente tenemos en nuestras manos contienen un potencial inmenso, si sabemos gestionarlos adecuadamente.

Pero al mismo tiempo esta capacidad única del hombre encierra igualmente una tenebrosa serie de peligros, en los que podemos fácilmente extraviarnos; puede incluso que, como muchas voces están hoy en día advirtiendo, y desde muchos ámbitos, de una forma catastrófica. El riesgo de retroceso en todos los ámbitos de nuestra cultura a una nueva Edad Media, el riesgo de pauperización material y moral, o incluso de desaparición, es grande; y en muchos partes de nuestro planeta, incluidos los países del mundo desarrollado, podemos hoy en día observar alarmantes signos de este posible colapso.

A esta sobrevaloración del hombre de sus propias capacidades, individual y colectivamente insensata, podemos denominarla de distintas formas. En el ámbito occidental, influenciado tradicionalmente por la moral cristiana, podríamos hablar de pecado de soberbia, aquel precisamente que la mitología cristiana recoge como la causa por la cual fueron Adán y Eva expulsados del Paraíso. Desde una concepción también hija de occidente, aunque más contemporánea, la de Freud, el padre del psicoanálisis, se trataría de lo que él denominó omnipotencia del pensamiento; asociada por una parte a la neurosis obsesiva y a la paranoia, y  por otra a su análisis del animismo y la magia. Mientras que desde el ámbito budista la denominaríamos ignorancia (avidyâ, en sánscrito, o mumyô, en japonés), y que en todos los budismos - pues estos son múltiples - representa, como nos dice Philippe Cornu en su diccionario enciclopédico del budismo, “el veneno raíz del espíritu, la pasión fundamental que se encuentra en el origen del resto, la instancia que toma la ilusión por la realidad”; paradójica ironía, pues precisamente nace del esfuerzo del hombre en el desarrollo de sus conocimientos.

El budismo nos ofrece un camino para trascender esta ignorancia y retornar a la realidad de nuestra verdadera existencia. Este camino es la meditación practicada por quién, por convención, llamamos el Buda, meditación que en el zen llamamos shikantaza. Pero esta meditación no consiste tan solo en la adopción de una determinada postura, o en una especie de técnica para adquirir un cierto sosiego interior que nos aleje durante unos instantes del stress de nuestras vidas. Como vemos con frecuencia que es entendida  la meditación en el mundo actual, y como es presentada siempre por los medios, incluso por desgracia como es presentada por muchos de los enseñantes y maestros llamados budistas.

La adopción de una determinada postura, que resulte estable y cómoda de mantener durante periodos prolongados de tiempo, o la adquisición de una cierta tranquilidad mental, normalmente mas o menos conseguidas tras un cierto tiempo de práctica, son tan solo las condiciones previas de la meditación. La práctica de shikantaza requiere dar un salto más allá. Requiere que abandonemos nuestras ideas preconcebidas, no solo sobre las cosas del mundo, sino también sobre la meditación misma, sobre el zen, sobre el budismo o sobre el satori. Requiere que nos situemos en un estado de no-búsqueda, más allá de todas nuestras expectativas, de todos nuestros pensamientos ilusorios, de todas nuestras esperanzas de ganancia material o espiritual, por sutiles que sean, y que nos abandonemos por completo a esta práctica. Solo entonces podremos experimentar la unidad entre práctica y realización de la que hablaba Dôgen y volver a la unidad real de nuestra existencia. Paradójicamente el camino para liberarse de la propia ignorancia es la práctica de la propia ignorancia.

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