lunes, 27 de septiembre de 2010

La vergüenza. Jisō Giuseppe Forzani

Domingo por la tarde de principios de septiembre, día de sol radiante, una pequeña muchedumbre dispersa sobre los prados, por las veredas, junto al lago Daumesnil en el parque de Vincennes. Niños sobre ponis en un patético  recorrido de unas pocas decenas de metros, dos euros cincuenta agarrados a la silla de los pobres animales pacientes. Los barcos sobre el lago giran alrededor de si mismos, a los remos incompetentes padres sudados y novios avergonzados, en todas partes ciclistas, corredores, simples paseantes... Tumbados sobre el césped parejas entrelazadas, solitarios durmiendo, grupos de picnic, intelectuales lectores, niños jugando, jóvenes con un balón... palomas, cuervos, alguna gaviota, patos, cisnes crecidos, gorriones impertinentes. Asiáticos, negros, blancos en idéntica proporción, el parque es un jardín humano que auna el paseo, el relax, las ganas de sol y de nada. En la isla en medio del lago conectada por puentes, sobre el césped al borde del agua, insaciables de sol, esparcidas como ovejas paciendo, aquí y allá mujeres blancas tumbadas, semidesnudas hasta dónde es posible atraen y rechazan las miradas. En la misma linea visual, dos mundos contiguos y ajenos:  una blanca bronceada, apergaminada, desparramando sobre la toalla dos grandes tetas arrugadas, anchos muslos divididos por un piadoso slip negro,  apenas más allá, a veinte metros, de pie, una mujer joven, cubierta de la cabeza a los pies por un velo marrón, juega a la pelota con el hijo pequeño, con un marido que mira.

París es una aldea global. Es bella por esto. No es una metrópoli, tampoco una ciudad de luz. Sólo en el centro, en la zona del Louvre, Notre-Dame, el Hôtel de Ville, donde están los turistas. A su alrededor hay un gran pueblo, que en cuanto puede hace fiesta, más bien es un conjunto de veinte pueblos, aquí llamados arrondisements, cada uno diferente, pero todos con una aire casero, donde mujeres y hombres, niños y adultos, amarillos, blancos, negros, mulatos, se mueven cómodamente, están todos y cada uno en su casa.


En un lugar del parque se iergue el templo pagoda, el templo budista. Desde fuera parece mas bien un pueblecito africano protegido por una cerca de cañas. En frente del recinto un plátano inmenso, un cartel lleva la fecha: “Plantado en 1871. Comuna de París”. Ha visto de todo, ¡que grande!. Más adelante un extraño monumento, un bloque con una decena de figuras de tamaño natural, sobre un pedestal de piedra. Desde lejos no se ve bien si son soldados o algo así  (los monumentos, se sabe, hacen pensar en los caídos). La mayoría, creo, tendrá dificultades, incluso de cerca, para entender de qué se trata sin leer las explicaciones. Son un grupo de monjes budistas japoneses, de metal oscuro, algunos de pie, con el sombrero de paja de los monjes peregrinos, otros sentados meditando o inclinados en una reverencia. Es un monumento bello e inquietante, donado a París por una delegación japonesa, obra de un artista de indudable valor. El recinto del templo tiene su entrada un poco más allá. Dentro hay cuatro o cinco construcciones. Una, dominante, es un templo que se diría tailandés, con una gran sala y un enorme Buda dorado sentado.  A su espalda, detrás, están las reliquias de Buda, traídas con gran pompa el año 2009, donación del gran patriarca de Siam. Trato de entender lo que contiene la bola de cristal de diez centímetros situada en una stupa dorada, en una pequeña vitrina de vidrio blindado sobre un pedestal. Con los ojos no se llega más allá de un par de metros y no se ve absolutamente nada. Sea lo que sea, la reliquia no mide más de dos o tres centímetros, adivino. Un gran tablón bilingüe, en francés y en ingles, explica el afortunado descubrimiento y su inconmensurable valor.

Sin embargo otra cosa me llamó la atención a la entrada y vuelvo allí después de los breves minutos que ha requerido la visita de las reliquias. En la puerta del templo hay un monje occidental vestido como un monje Seon coreano, entre treinta y cuarenta años, que ya he encontrado en otra ocasión oficial, hablando con tres o cuatro personas; una familia o un grupo de amigos. Me lanza una ojeada y no me reconoce, o tal vez disimule, además estoy vestido de dominguero, me ha visto solo una vez de uniforme de gala y tiene otras cosas que hacer. Está explicando el budismo.

Lo miro sin que me vea. Oigo su voz, aunque no comprendo todas sus palabras, estoy lejos y no pretendo escucharle. Lo que me choca es la forma en que habla, la actitud con la que explica. Mueve las manos hablando, dibuja y hace patente el discurso. Está dando lecciones. ¿Cómo sé que está diciendo cosas que ya ha dicho una y otra vez, que se está esforzando, tratando de inculcar convicción en las frases que piensa que mejor se adaptan para hacerse comprender, para explicarse, para ponerse a la altura de los oyentes que no saben?  Lo se por que yo lo he hecho también, muchas veces, exactamente lo mismo. También yo me he adornado con ropas extranjeras y he buscado las palabras esforzándome en decir qué es el budismo, qué significa ser budista; porque si, lo sé, yo lo soy, budista. También yo he experimentado la misma frustración teatral que vuelvo a ver, ignorante de si misma, sobre su rostro, en el flujo continuo de palabras, en los gestos con que las subraya con las manos. Está recitando, lo ha hecho muchas veces, está allí para eso, se escucha y se dice:  "Sí, eso es, esta  ha dado en el blanco", y la fatiga tremenda de interpretar el papel de ser él mismo lo derriba y lo ata a la imposibilidad de entender y de hacerse entender. Y el budismo está lejos, a años luz. Lo se porque también lo he hecho, muchas veces. Y siento vergüenza. Se trata de la misma sensación amarga que tuve el otro día, cuando buscaba una foto mía para enviarla a una revista que me ha pedido artículo y foto. He buscado en el ordenador y he encontrado imágenes tomadas en Galgagnano no se por quién, en la mesa de mármol de afuera, bajo la pérgola, en otra soleada tarde de domingo. Cinco o seis personas sentadas et in Arcadia ego. Una  imagen no restituye las palabras, pero en algunos casos basta un gesto para recrear la atmósfera. Por la posición de las manos, incluyendo la cara, comprendo que yo estaba explicando en aquel momento a personas atentas y confiadas. Respondiendo tal vez a preguntas, a expectativas. ¿Explicando el qué? ¿Se explica la vida, la muerte, cómo trascurre el tiempo, qué quiere decir ilusión, despertar, sufrimiento, salvación? ¿Pero qué explicas, mercader de aire?, yo, tu, no explicamos nada de nada. El budismo no se explica. Si acaso se despliega en la vida de quien busca el rastro, en silencio, recogido.

Llegan jirones de las voces; “Hay una lógica... la práctica... la ciencia confirma...” me alejo y lo observo, él está allí, vestido de bonzo, se esfuerza para ser claro y convincente, los otros lo escuchan, lo miran, ¿quién sabe lo que sienten? Me asalta de nuevo el recuerdo de aquel esfuerzo, la frustración sutil de buscar convencerse de haberlo hecho bien, de nuevo la vergüenza me envuelve; por mí, por él, por nosotros.

Salgo afuera, me desplazo al edificio vecino, es un templo tibetano, más pequeño. Dejo los zapatos, entro. El olor de incienso me transporta lejos, ese incienso tibetano que tiene en todas partes el mismo olor espeso, invasivo, colores chillones. Por todas partes manuales, folletos, rostros sonrientes de lamas sobre las cubiertas de los libros que prometen paz, serenidad, bondad. La cabeza me da vueltas, no se trata ya de los mercaderes en el templo, que por lo menos podrías intentar  perseguir, estamos en el templo de los mercaderes. Se va para ver,  probar y a lo mejor comprar un producto que se llama budismo, y nosotros lo vendemos, tenemos incluso el eslogan, como vendedores de un Gran Almacén.

Salgo casi corriendo. El monje todavía está allí, continua hablando, patética figurilla que se enternece a si misma.

Vuelvo a los caminos del parque, a la luz, al sol, entre gente normalmente extravagante. Estoy agotado, conmocionado. Encuentro un pedacito de prado limpio y sombreado, me tumbo y de repente me hundo en el sueño.


Jisō Giuseppe Forzani
París, Septiembre 2010

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